Se da por sentado que el mayor vicio político, causa de nuestro rezago social, es la corrupción; pero me asaltan serias dudas: haga usted cualquier trámite, gestión o papeleo y tropezará con una muralla de funcionarios y empleados incompetentes, irresponsables, ignorantes. La corrupción pasa inadvertida porque tiene mil caras y es casi siempre invisible, mientras que la ineptitud es perceptible y está a la vista de todos: se hace evidente en las largas colas que debemos hacer para cumplir imposiciones burocráticas inútiles y dispendiosas. En este mundo de Dios estamos obligados a demostrar nuestra existencia con certificados y a hacer trámites aún antes de nacer, dentro el vientre materno, y hasta después de morir, mediante nuestros deudos. La incompetencia es quizá más maligna que la corrupción porque entorpece la vida social, destroza las instituciones, destruye la fe en el Estado y menoscaba nuestro orgullo nacional. Es hija legítima de la corrupción, producto del nepotismo, del compadrerío y del favoritismo político; pero es más torpe porque casi siempre va de la mano con la soberbia y la prepotencia. Muchas instituciones son imprescindibles para el funcionamiento de un país; pero más bien entorpecen la vida social porque están dirigidas por burócratas oportunistas e ineptos. Casi todos los hombres servimos para algo, y a eso debemos dedicarnos para cumplir nuestro papel en la sociedad. Nadie sirve para todo; pero justamente los políticos profesionales, incapaces de ganarse el pan decentemente, creen ser como el "mentholatum", panacea universal: pueden ser diputados, concejales, prefectos, embajadores o ministros de cualquier cosa. No caen en cuenta de que mejor lo harían lustrando zapatos o vendiendo baratijas porque los ineptos se caracterizan justamente por sobrevalorar sus capacidades personales. La incompetencia personal, privada, no pasa de ser anecdótica: un mal zapatero se muere de hambre, solito; pero un funcionario inepto perjudica a toda la sociedad. La incompetencia del Estado es siempre pública, y lo peor es que está pagada por sus víctimas, los ciudadanos. Las aptitudes para desempeñar con eficacia un trabajo tienen siempre un límite, y pasado ese nivel devienen en incompetencia (Principio de Peter). Esto significa que un buen mensajero no será necesariamente un buen gerente; pero en política no hay principios ni leyes que valgan, y si un ministro cumple una gestión desastrosa lo más probable es que el patrón le consuele con una embajada. Por eso, el gran culpable del desbarajuste institucional es siempre el mandamás: en vez de optar por la capacidad o el mérito prefiere la obsecuencia incompetente. Las consecuencias están a la vista: los cotidianos bloqueos y despelotes callejeros, el caos vehicular, la escasez de carburantes, el incremento de delitos, el éxodo a países extranjeros, los sucesos de Achacachi y otras calamidades podrían evitarse con una pizca de inteligencia o de sentido común; pero son sólo ejemplos de la densa maraña de incompetencias institucionales que nos hacen marchar hacia atrás, como cangrejos. Todos idealizamos una administración pública eficiente y honesta; pero, ante la cruda realidad, ¿estamos en situación de optar entre el cáncer y el sida? ¿Es preferible un funcionario corrupto o uno incompetente? Lo grave es que ni siquiera tenemos esa alternativa, porque la corrupción y la incompetencia van siempre juntas: son hermanas gemelas paridas por la partidocracia Por eso, "burocracia" y "burócrata" se han convertido en malas palabras.
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