Al ver la manera como el gobierno provoca un conflicto tras otro con diversos sectores de la sociedad, fácilmente se puede caer en la suposición de que todo se explica sólo por el carácter impulsivo del Presidente y sus colaboradores, por lo malos que son los asesores que lo rodean, por falta de experiencia o, simplemente, por equivocación. Sin embargo, hay razones suficientes para creer, más bien, que se trata de una bien meditada, planificada y mejor ejecutada estrategia que responde a un doble objetivo: debilitar a las instituciones a las que se enfrenta y dirigir la atención de los medios de comunicación, y a través de ellos de la opinión pública, hacia temas que alejen a la sociedad de aquellos cuya trascendencia es mayor. Asumiendo que ese es el caso, hay que reconocer que el gobierno lo hace muy bien. Basta observar la cantidad de minutos que ocupan los medios audiovisuales o los centímetros de espacio y litros de tinta que dedica la prensa escrita al seguimiento de la agenda informativa impuesta por el oficialismo, para comprobarlo. Titulares, abundantes notas periodísticas, entrevistas, artículos de opinión, conversaciones cotidianas, todo se focaliza en lo que los estrategas gubernamentales deciden. Y así, hasta que se provoque el próximo conflicto, mientras ya al margen de la mirada de la opinión pública, el proyecto político sigue impertérrito su avance. Difícil disyuntiva en la que se pone a los medios de comunicación, pues no es fácil desatender las ofensivas sistemáticas de las que son objeto las principales instituciones del país. Más aún si cada una de ellas va acompañada de acciones de hecho que por encima de las palabras socavan su rol en la sociedad y sientan las bases de conductas colectivas que paulatinamente se van amoldando a situaciones que en otras circunstancias, por inadmisibles, serían rechazadas de plano. Lo que viene ocurriendo con motivo de los ataques desencadenados contra los medios de comunicación y la libertad de expresión, por ejemplo, no es algo ante lo que nadie deba quedar indiferente. Pero tampoco se justifica que se haga del asunto una cortina tras la que pasen desapercibidos los no menos importantes para el futuro de nuestro país. Es pues doble el desafío que se plantea a los medios de comunicación y a la sociedad en general. Ubicar el punto de equilibrio de modo que las provocaciones no queden sin una vigorosa respuesta en defensa de los valores y prácticas democráticas sin llegar a darles más importancia de la que merecen, no es tarea fácil. Pero hay que intentarlo, pues no hacerlo conduce a que, por acción u omisión, se dé pábulo a quienes quisieran ver a sus pies una sociedad sometida
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